Nos decía la ONU este verano que nos estamos cargando el planeta. Se ve que algún gurú se acababa de leer el Gaia de Lovelock y tenía ganas de maltratarnos como meros pecadores. Yo me acordaba de aquel chiste que contaba mi abuela en el que un cura, en mitad del sermón, espetaba a sus feligreses “¡Por vosotros los martirizaron! ¡Por vosotros lo crucificaron!...” Hasta que uno saltó y le dijo “¿Y por ti, cacho cabrón, qué le hicieron?” Pues esto es lo mismo.
Nos quieren hacer creer que modificando nuestras costumbres, nuestros hábitos de vida, vamos a cambiar el mundo. Reciclaje, uso consciente de los recursos, ahorro de agua, energías renovables… Llevo toda mi vida oyendo las mismas cantinelas, muy objetivas por otro lado. Pero, ¿dónde quedan las responsabilidades gubernamentales, económicas e industriales?
Decía un reconocido catedrático que tuve como profesor, que estaba más que estudiado que el impacto de tenían estas decisiones individuales sobre los recursos naturales no era tal, sobre todo porque el llamado ecologismo, como ismo que es, lo que había hecho era desdoblar necesidades de consumo y no generar ni desarrollar políticas en base a criterios ecológicos y científicos.
Hace meses me hablaba el Micky de los lastres judeocristianos en la sociedad moderna. Señalábamos el pecado y la penitencia, dos que ha heredado la sociedad occidental no solo para seguir mangoneando a los creyentes, sino para venderles lo que haga falta. Dietas saludables, bolsas de plástico, energías limpias, turismo sostenible y sobre todo, humo.
Por su puesto que cada uno de nosotros tiene su propia huella ecológica y sería deseable minimizarla, pero esto no quiere decir que todos debamos profesar pleitesía a otra nueva religión que hace poco para con aquellos que si pueden cambiar el rumbo del planeta. Dejen de apuntar a otros iguales como culpables de la crisis climática, la contaminación de los océanos o la deforestación, y piensen que tanto la industria, como el sector energético de nuestro entorno hacen lo que quieren (impunemente, todo sea dicho) en connivencia con gobiernos que les ayudan a mantener sus privilegios y monopolios.
Es por ello que me alegra ver libros en el mercado editorial infantil que, como el de hoy, se dejan los golpes de pecho y los discursitos de autoayuda para presentar las problemáticas ambientales sin culpables, de un modo objetivo y evitando la imposición de discursos (¡Que ecologismo no es ecología! ¡Léanse a Margalef!).
El bosque de los hermanos, de Yukiko Noritake y editado por CocoBooks es uno de esos álbumes que se construye en base a dos historias paralelas, las de dos hermanos que, a su manera, dan forma a una playa que han heredado. Mientras uno aprovecha los árboles que ha talado para construir una cabaña, el otro arrasa con el bosque para levantar un chalet. Si el uno prefiere bañarse en la orilla, el otro lo hace en una piscina.
Y así, poco a poco, en cada doble página, vamos contemplando la transformación del mismo ecosistema desde un punto de vista diferente que no tiene por qué ser excluyente, algo de lo que se encarga un texto mínimo y poético donde podemos encontrarnos todos los lectores y del que podemos entresacar nuestras propias conclusiones y extrapolar los deseos más personales que, sin duda alguna, dejarán su huella en nuestro entorno.
Yo ya decidí con cuál de las dos me quedo, ¿y usted?