Andaba el otro día de charla con la Piu a tenor de un libro que nos había encantado. Al tiempo que aplaudíamos muchos aciertos también señalamos una única pega: el texto de la contraportada. Era tan reduccionista, tan limitante, aportaba tan poco a un trabajo tan brillante, que nos había dejado con el paladar una miaja pastoso. Resumiendo: cuando las editoriales sacan su lado más mercantilista, la cagan.
No son las únicas. El colegio, la universidad, la iglesia, la televisión, los psicólogos, la sanidad o el estado hacen exactamente lo mismo: dirigirnos hacia los derroteros que más les interesan. El mundo se ha convertido en una gran campaña publicitaria de la que participan todos los ámbitos, incluso el literario.
Y cuando se ponen lacrimógenos y buenistas, mucho peor. Mientras la guerra en contra de las etiquetas sigue abierta, le ponemos nombre a todo, lo reducimos a una mínima expresión y abogamos por la discriminación como si nos fuera la vida en ello. Todas esas editoriales que defienden la diversidad, el multikulti o la igualdad, precisamente contribuyen al encasillamiento de sus propios libros. ¿Acaso no hay algo más soez?
Esos textos de presentación que tachonan las contratapas son un horror por varias razones. En primer lugar porque menosprecian al libro como objeto, su materialidad. Las dimensiones de un libro, su papel, el tipo de impresión y encuadernación, ya hablan del propio libro, nos dicen muchas cosas. ¿Para qué añadir un resumen que lo destripe y ningunee? Lo dicho: nunca me han gustado los trailer.
En segundo lugar, hay ocasiones en las que los propios autores deciden añadir elementos peritextuales en las contraportadas, juegos tipográficos, un código de barras diferente, o detalles evocadores que contribuyen al discurso, pero se ven emborronados por frases explicativas que solo sirven para atrapar al incauto de turno en las redes de la compra-venta.
Por último y no menos importante. Un libro también se abre y se cierra, es una caja donde caben multitud de cosas, una pequeña sorpresa que sería una pena echar por tierra por querer despegar el papel de regalo… Cuando una madre se presenta el primer día del curso para contarme las bonanzas de su vástago, desconfío. Prefiero conocer a mis alumnos de primera mano y extraer mis propias conclusiones. Lo mismo sucede con los libros: hay que leerlos y después, ya veremos.
Y muchos dirán que “Claro, Román. Pero sí hay que hacerte caso a ti y a los cuatro capullos que os dedicáis a destripar libros…”. Sinceramente, me la sopla que un libro (si no es mío) se venda o no. Todos los libros que asoman sobre mi mesa tienen las mismas oportunidades. Es por ello que pido opiniones externas, desinteresadas y objetivas. Nadie tiene la verdad absoluta. Y si no fuera posible, vería mucho más lícito juzgar a un libro por su portada, que hacerle caso al anzuelo comercial de turno.
De las decenas de libros que tengo en este momento a mano, solo uno (y los clásicos que no necesitan presentación) cumplía el requisito de no tener texto en la contraportada. Para mear y no echar gota…